Tuvo que haber ocurrido en el año setenta, pues no me había casado aún, tiempos de cólera en nuestro Macondo insular, tiempos de mierda si se quiere resumir. Consignas, cañas, guardias, movilizaciones, discursos interminables, juventud perdida entre Van y Van. Tiempos de ripios y amarguras, sin tiempo para presumir, calzoncillos matapasiones cuidados con esmero. Trabajos improductivos y voluntarios como el chino, sueños que se comenzaron a destruir, escapar al norte, muertos, vergüenza al desnudarnos con la luz encendida, mierdas de recuerdos, pero son los que mejores se fijan. Cuesta trabajo virar el rostro a nuestras espaldas para ver qué rayos ha sucedido.
Yo era un simple timonel en aquella época de marras, era feliz en apariencias, un privilegiado de nuestros destinos. Me había escapado temprano de esa libreta que nos perseguía injustamente, hasta que llegó a formar parte de nuestro organismo. Navegaba en el buque “Jiguaní” y recuerdo que dimos cinco viajes consecutivos a los Grandes Lagos. Toronto y Hamilton fueron siempre nuestros puertos de destino, allí cargábamos parcialmente por las limitaciones del calado y luego rellenábamos en Montreal.
Fueron aquellos desafortunados momentos que apenas iniciaban nuestra larga agonía, ¿cuánta gente no ha quedado en el camino? Gente buena, soñadora, trabajadora, honesta, gente que tuvo como meta ese sueño que hoy se ha convertido en pesadilla, en un interminable éxodo por todo el mundo, en nuestra incapacidad para alimentarnos, en la eterna condena a vivir con una máscara, en la división de nuestras familias.
¿Saben cuántos muertos existieron por envenenamiento? Un día se sabrá, aparecerán los nombres de aquellas víctimas de la ley seca. Luego aparecería el alcohol de por vida, para mantenernos borrachos, para que olvidemos las penas, para cegarnos y no viéramos qué sucedía a nuestro alrededor, y no nos diéramos cuenta que el paraíso prometido era un basurero. Ruinas que se derrumban ante nuestra indiferencia, ebrio el dolor de nuestras conciencias, legado de mierda que dejamos al futuro, ¿futuro?
En esos tiempos narrados y perdidos entre magnesias y amnesia, el patriarca había prohibido la entrada de turistas, el tiempo tampoco estaba para turismo entre nosotros, se defendía el futuro de la patria. ¡Ya pueden recogerlo señores! No sientan vergüenza. Como la flota aérea era escasa y los pasajeros apenas existían, algunos de ellos realizaron sus viajes en nuestros barcos. Recuerdo a una viejita gallega que llevamos en la motonave Habana para La Coruña, pobre vieja. Nos sorprendió una galerna en medio del Atlántico y aquel barquito de solo cien metros de eslora se convirtió en una simple chalupa. Todos los días al subir a mi guardia la viejita me preguntaba algo -Oye Esteban, ¿si esto fuera a hundirse como nos salvamos? Después no me preguntó más nada, no creo que haya sido muy convincente o amable mi respuesta. -Mi vieja, encomiéndese a Dios con mucho fervor, ya usted ha vivido bastante, así que olvide cualquier esperanza de salvación.
En Montreal embarcó una anciana que había abandonado la isla en el 61, nueve años llevaba sin ver a su familia y el permiso para ir a la isla lo obtuvo por medio de la Cruz Roja Internacional. Era mulata clara y muy conversadora, casi siempre andaba sentada en la cubierta de botes oteando el horizonte, era su primera experiencia en una travesía marítima. No recuerdo de cual parte de La Habana era aquella viejita que despertó muy pronto mi simpatía hacia ella, cuando salía de mis guardias pasaba por la cubierta a conversar un ratico con aquella dulce viejita. Siempre le advertí que si venía alguien no me hiciera preguntas de Cuba y menos aún de su sistema político. Esto se lo repetía diariamente porque sabía que a los viejos les patina la memoria. Entonces, disfrutando de aquella intimidad cómplice que nació entre seres de distantes generaciones, le fui describiendo la situación en el patio. Solo oía exclamaciones al finalizar cualquier historia. -Terrible, no te creo, imposible, no puede ser. Ya lo comprobará mi vieja, pero recuerde que no puede comentar nada de esto con otros tripulantes, me pueden expulsar de la marina. Uno de esos días, la viejita me dice que iba a la isla a cumplir tres deseos, muy independientes de las ansias por abrazar a todos sus hijos y nietos.
-Pues fíjate Esteban, quiero ir hasta la iglesia de la virgen de Regla a echarle unos quilitos prietos al mar, ¿tú crees que sea posible?
-Pues claro mi vieja, la iglesia existe, solo que se han suspendido las procesiones y los cabildos. Yo recuerdo que ese día iba con mis primos a vender ramitos de Paraíso que la gente usaba para despojarse frente al cementerio, pero ya nada de eso existe, todas esas manifestaciones religiosas se prohibieron. ¡Ah! Cuando vaya al emboque de Regla para echarle los quilitos prietos al mar, ni se le ocurra meter los pies en el agua.
-¿Y eso por qué, también lo prohibieron?
-No mija, ni hace falta hacerlo, pero te aseguro que si lo haces vas a perder los pies con la contaminación que existe en la bahía.
-Pero tú no me digas, ni te imaginas las veces que crucé esa hermosa bahía en la lanchita de Regla y Casablanca. Saltaban las sardinas, los sábalos y estaba siempre repleta de traviesas gaviotas.
-Olvide el tango y cante bolero mi vieja, se encontrará la bahía repleta de barcos esperando atraque, verá como flotan pequeñas islas negras de fuel oil y como el agua apesta.
-¡Qué pena! Luego quisiera ir al Rincón a cumplir una promesa y dejarle mis quilitos prietos al viejo Lázaro. ¿Crees que se pueda ir?
-Si mi vieja, puede ir hasta el Rincón con un poco de dificultad si no tiene auto su familia, y si no están cortos de gasolina, porque hasta eso se reparte por cupones, pero no se preocupe, la gente inventa en la bolsa negra. El viejo Lázaro está allí, no ha podido abandonar la isla por su cojera, creo también que le han robado las muletas. Ella sonrió con mi ocurrencia mientras observábamos la costa de la Florida, allí nos pegábamos bien a tierra para navegar en la contracorriente.
-Después cumpliré uno de los deseos más grande de mi vida.
-¿Y cual es ese mi vieja?
-Llegaré hasta una guarapera y me tomaré un vaso bien grande de guarapo, tal vez dos.
-¿Y no le ha dicho nada su familia?
-¿Sobre qué?
-Creo que anda un poco perdida mi vieja y de los tres deseos solo podrá satisfacer dos.
-No te entiendo muy bien.
-Para que me entienda le seré franco, irá como le dije a echarle los quilitos prietos a la vieja Reglita, visitará al cojito de Lázaro en el Rincón con la ayuda de Dios, pero el guarapo, el guarapo tendrá que ir a tomarlo a casa del carajo.
Dos días después, vi a la pobre vieja llorando mientras le decomisaban parte del tesoro que llevaba para su familia en la aduana de La Habana. No quise ni saludarla, tenía miedo me acusaran de tener relaciones con gente del extranjero y me sacaran de la marina. Imagino que ya aquella dulce viejita haya muerto, pero dudo que su dulzura fuera aumentada con un vaso de guarapo.
Esteban Casañas Lostal.
Montreal..Canada
2003-08-30
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