EL AHORCADO
Armando era un guajirito de esos que una vez fueron cazados en el monte y los convirtieron en marinos. Nunca en su vida había subido a uno de esos gigantes de acero, y sus primeros días a bordo, los gastaba mirándolo todo sin percatarse de que todos lo miraban a él, pero no con las mismas intenciones. Para la tripulación, era uno más de la tonga de guajiros que habían llegado hacía muy poco a la flota, carne fresca. Ahora contaban con un novato para hacer de las suyas y poder matar ese tedio que invade durante las largas navegaciones. En esos tiempos cada uno pagó su novatada, unos más caros que otros, pocos podían escapar y un guajiro como Armando contaba con escasas posibilidades de lograrlo.
Mientras el barco se encontraba en puerto la gente se mantenía distraía en el ir y venir a sus casas, nadie andaba en jodederas. Si se encontraban en el extranjero, el tiempo se gastaba en largas caminatas buscando la manera de poder satisfacer las necesidades de la familia. Las jodederas se reservaban para las navegaciones, así se mataba ese largo tiempo donde solamente existe agua y cielo. Todos los días a las cinco y media, Armando se acercaba hasta la cocina e intercambiaba algunas palabras con los cocineros y camareros. A esa hora comienzan los preparativos para montar las mesas, el horario de comida es sagrado a bordo de los barcos, solo alterada en casos de maniobras.
Una de esas tranquilas tardes, el cocinero le pidió de favor a Armando que se llegara a las neveras para que subiera el postre y el agua fría. Le explicó que el camarero se había retardado y la hora de servir las mesas estaba muy próxima. El guajirito, muy complaciente y servicial, se sintió verdaderamente estimulado con aquella solicitud. Pudo interpretarla como una demostración de confianza, el acceso a la gambuza era limitado a los camareros y cocineros solamente, así debió pensar. El mayordomo le entregó las llaves y le indicó en cuál nevera podía encontrar lo solicitado. Muy orgulloso bajó por la escalera que conduce a la gambuza, la abrió y cerró tras de sí para dirigirse a las neveras, una horrible sorpresa le esperaba.
Luego de cerrar la puerta, descubre al camarero que debía poner el servicio del comedor ahorcado. Las piernas le temblaron al ver el rostro amoratado de aquel tripulante balanceándose con el vaivén de las olas, eran movimientos lentos de babor a estribor, muy armoniosos y con la misma cadencia. Cuando tuvo un segundo de lucidez, arrancó corriendo escaleras arriba mientras gritaba a todo pulmón. ¡Un ahorcao! ¡Un ahorcao! ¡Un ahorcao! Gritaba como enloquecido por todas las cubiertas y nadie abría la puerta de su camarote. Al parecer, ningún tripulante se sintió alarmado por aquella noticia. Armando no se detuvo, devoraba por segundos los siete pisos que lo separaban desde la gambuza hasta el camarote del capitán. A golpe limpio logró que le abriera la puerta y penetró en su salón sin darle tiempo a que él lo autorizara, muy pálido y con temblores que estremecían todo su cuerpo, no paraba de repetir lo mismo.
- ¡Hay un ahorcao, coño! ¡Hay un ahorcao, coño! El capitán le ordenó que se sentara y de su refrigerador extrajo una botella de agua, le ofreció un vaso y cuando Armando lo tuvo en sus manos, aquellos temblores provocaron que se derramara un poco del contenido sobre su ropa y el piso.
-¡Vamos, tómate esa agua y relájate!, después me cuentas. El guajirito apenas podía sostener el vaso en sus manos, bebió un poco agua, un hilillo de ella corrió por la comisura de sus labios. Luego, el jefe de la nave extrajo de un armario una botella de ron y le sirvió en el mismo vaso. -¡Vamos, hombre!, ¡tómate esto ahora! El guajiro, sin atinar que era lo que le estaban ofreciendo, se disparó de un solo trago la mitad del vaso de ron, respiró profundamente y le sobrevino una tos seca.
-¡Capitán! Arturo está ahorcao en la gambuza. Pudo decirle cuando se encontró más sereno.
-¡Coño!, ¿otra vez se ahorcó ese hijo de puta?, voy a hablar con él cuando tenga una oportunidad. En ese momento sonó la campanilla que avisaba que la mesa estaba servida y el capitán lo invitó a bajar para el comedor. -No te preocupes tanto, Armando. Un ahorcado más o menos, esa es la vida. Mejor no vamos a sufrir y bajemos a comer. El guajirito seguía sin comprender nada, se había calmado un poco y bajó tras el capitán. Se separó de él para dirigirse al comedor de tripulantes, muy sorprendido por la poca importancia que los marinos le daban a la muerte. En el comedor, vistiendo su filipina blanca, se encontraba Arturo distribuyendo las fuentes de comida.
-Me cago en el coño de tu madre. Fue lo único que se le ocurrió decirle cuando lo vio, las carcajadas de los tripulantes se oyeron en la mitad del Océano Pacifico. Armando pagó bien cara su novatada.
Esteban Casañas Lostal
Montreal.. Canadá
2000-02-05
Armando era un guajirito de esos que una vez fueron cazados en el monte y los convirtieron en marinos. Nunca en su vida había subido a uno de esos gigantes de acero, y sus primeros días a bordo, los gastaba mirándolo todo sin percatarse de que todos lo miraban a él, pero no con las mismas intenciones. Para la tripulación, era uno más de la tonga de guajiros que habían llegado hacía muy poco a la flota, carne fresca. Ahora contaban con un novato para hacer de las suyas y poder matar ese tedio que invade durante las largas navegaciones. En esos tiempos cada uno pagó su novatada, unos más caros que otros, pocos podían escapar y un guajiro como Armando contaba con escasas posibilidades de lograrlo.
Mientras el barco se encontraba en puerto la gente se mantenía distraía en el ir y venir a sus casas, nadie andaba en jodederas. Si se encontraban en el extranjero, el tiempo se gastaba en largas caminatas buscando la manera de poder satisfacer las necesidades de la familia. Las jodederas se reservaban para las navegaciones, así se mataba ese largo tiempo donde solamente existe agua y cielo. Todos los días a las cinco y media, Armando se acercaba hasta la cocina e intercambiaba algunas palabras con los cocineros y camareros. A esa hora comienzan los preparativos para montar las mesas, el horario de comida es sagrado a bordo de los barcos, solo alterada en casos de maniobras.
Una de esas tranquilas tardes, el cocinero le pidió de favor a Armando que se llegara a las neveras para que subiera el postre y el agua fría. Le explicó que el camarero se había retardado y la hora de servir las mesas estaba muy próxima. El guajirito, muy complaciente y servicial, se sintió verdaderamente estimulado con aquella solicitud. Pudo interpretarla como una demostración de confianza, el acceso a la gambuza era limitado a los camareros y cocineros solamente, así debió pensar. El mayordomo le entregó las llaves y le indicó en cuál nevera podía encontrar lo solicitado. Muy orgulloso bajó por la escalera que conduce a la gambuza, la abrió y cerró tras de sí para dirigirse a las neveras, una horrible sorpresa le esperaba.
Luego de cerrar la puerta, descubre al camarero que debía poner el servicio del comedor ahorcado. Las piernas le temblaron al ver el rostro amoratado de aquel tripulante balanceándose con el vaivén de las olas, eran movimientos lentos de babor a estribor, muy armoniosos y con la misma cadencia. Cuando tuvo un segundo de lucidez, arrancó corriendo escaleras arriba mientras gritaba a todo pulmón. ¡Un ahorcao! ¡Un ahorcao! ¡Un ahorcao! Gritaba como enloquecido por todas las cubiertas y nadie abría la puerta de su camarote. Al parecer, ningún tripulante se sintió alarmado por aquella noticia. Armando no se detuvo, devoraba por segundos los siete pisos que lo separaban desde la gambuza hasta el camarote del capitán. A golpe limpio logró que le abriera la puerta y penetró en su salón sin darle tiempo a que él lo autorizara, muy pálido y con temblores que estremecían todo su cuerpo, no paraba de repetir lo mismo.
- ¡Hay un ahorcao, coño! ¡Hay un ahorcao, coño! El capitán le ordenó que se sentara y de su refrigerador extrajo una botella de agua, le ofreció un vaso y cuando Armando lo tuvo en sus manos, aquellos temblores provocaron que se derramara un poco del contenido sobre su ropa y el piso.
-¡Vamos, tómate esa agua y relájate!, después me cuentas. El guajirito apenas podía sostener el vaso en sus manos, bebió un poco agua, un hilillo de ella corrió por la comisura de sus labios. Luego, el jefe de la nave extrajo de un armario una botella de ron y le sirvió en el mismo vaso. -¡Vamos, hombre!, ¡tómate esto ahora! El guajiro, sin atinar que era lo que le estaban ofreciendo, se disparó de un solo trago la mitad del vaso de ron, respiró profundamente y le sobrevino una tos seca.
-¡Capitán! Arturo está ahorcao en la gambuza. Pudo decirle cuando se encontró más sereno.
-¡Coño!, ¿otra vez se ahorcó ese hijo de puta?, voy a hablar con él cuando tenga una oportunidad. En ese momento sonó la campanilla que avisaba que la mesa estaba servida y el capitán lo invitó a bajar para el comedor. -No te preocupes tanto, Armando. Un ahorcado más o menos, esa es la vida. Mejor no vamos a sufrir y bajemos a comer. El guajirito seguía sin comprender nada, se había calmado un poco y bajó tras el capitán. Se separó de él para dirigirse al comedor de tripulantes, muy sorprendido por la poca importancia que los marinos le daban a la muerte. En el comedor, vistiendo su filipina blanca, se encontraba Arturo distribuyendo las fuentes de comida.
-Me cago en el coño de tu madre. Fue lo único que se le ocurrió decirle cuando lo vio, las carcajadas de los tripulantes se oyeron en la mitad del Océano Pacifico. Armando pagó bien cara su novatada.
Esteban Casañas Lostal
Montreal.. Canadá
2000-02-05