jueves, 17 de abril de 2008

OLAS MONSTRUOSAS


La primera vez que tuve contacto con ellas yo tenía dieciocho años, ocurrió durante mi primer viaje a bordo de la motonave Habana. Íbamos de Nicaro a Holanda y la travesía se prolongó por veintidós días, cuando normalmente se debía realizar en unos diecisiete de acuerdo a la velocidad de aquella nave. Me prometí abandonar esta profesión en cuanto regresara a Cuba, pero el descubrimiento de un viejo mundo, muy nuevo para mí, fue cautivante y el mar me atrapó con ese embrujo utilizado por el rey Neptuno y del que nunca podrás escapar.
Aquellas olas gigantes eran de unos diez metros de altura y jugaban a su antojo con nuestro barco. Barquito diría después, pues solo contaba con cien metros de eslora y su velocidad nunca superó los doce nudos. Ver desaparecer la proa dentro del mar produce un miedo insuperable, rezas esos segundos aunque no seas creyente y contienes la respiración. Luego, cuando lo vez emerger con violencia o desespero, sueltas todo ese aire contenido en los pulmones, creíste prepararte mentalmente para una posible inmersión.
El miedo se multiplica al extremo de convertirse en pánico cuando llega la noche y es bien oscura. Esperas esa ola traidora desde cualquier posición, olvidas que recibías la mar por la proa o su amura, dicen los expertos que esta última es la mejor manera de capear la mar. Por la amura es tolerable, pero aparte de las cabezadas, se producen violentos bandazos, mucho más peligrosos, más temidos. Oras sin detenerte durante las horas de guardia en el puente y cada bombillita de los equipos encendidos, se convierten en velas ofrecidas a cualquier santo, poco importa su nombre, ninguno de ellos tiene apellidos.
El puente es la parte del buque que más se sufre durante esos bandazos, es la que mayor área recorre en esas inclinaciones repetidas y peligrosas. Su movimiento es similar al de ese aparatico que se utiliza para regular el ritmo de la música en los principiantes. La punta de esa varilla es el puente de un barco, espero que traten de entender lo que deseo expresar, sinceramente no me acuerdo del nombre de ese aparatito con un movimiento pendular invertido. En fin, mientras más elevado te encuentres en un buque, más sufrirás los efectos de esos terribles bandazos. Como ese primer viaje lo realicé de “agregado de timonel”, puede traducirse en un “practicante” que realizaba ese trabajo sin recibir salario correspondiente a la plaza. Fue traumática mi primera experiencia con los enojos del mar, pensé que el miedo era transitorio y se justificaba con esa primera experiencia, pero veinticuatro años después comprobé que esos temores naturales que nacen ante la posibilidad de un naufragio nunca te abandonan y se aumentan en la medida que se madura y pasas de ser un simple lobato de mar.
He leído en muchas oportunidades sobre el valor de los hombres de mar, se justifica con esa actitud mantenida en su lucha por sobrevivir. Creo que la gente se confunde al interpretar esas ansias por continuar viviendo, al reto del hombre frente a una situación de peligro. El marino no desearía nunca encontrarse en su derrota frente a una galerna, ciclón o huracán. Hay momentos en la vida del marino donde le es imposible escapar de los desastrosos embates de esos fenómenos naturales, pueden ocurrir por aparecer repentinamente en su rumbo y poseer una trayectoria poco definida y más velocidad de traslación que el buque. Puede suceder también que ocurran en sitios de los que no se pueda escapar, eso me ocurrió más de una vez. También, y fue muy frecuente en la marina mercante cubana, encontrarse en un buque donde su Capitán sea una persona incompetente y ascendido a ese cargo por su incondicionalidad política, esos fueron los casos donde el peligro aumentaba. Te encontrabas ante un individuo que tomaba decisiones erráticas debido a su pobre preparación técnica, y sus órdenes se traducían en grandes daños a la nave y un injustificado período de sufrimiento para la tripulación.
Aquel primer viaje realizado en la motonave Habana, fui subordinado (por fortuna) de un Capitán experto de nuestra marina mercante. En medio del Océano Atlántico, Julio Justiz Calderón, o Calderón Justiz, no recuerdo exactamente. Ordenó a toda su tripulación concentrarse en el área de popa con los salvavidas puestos para realizar un giro inverso al rumbo. No podíamos continuar navegando hacia el centro de la galerna donde las olas del mar superaban los doce metros de altura, años después me puse en su pellejo. Imagino, mientras esperaba el anunciado cambio de rumbo y en medio de una situación, donde las bromas de los tripulantes fueran sustituidas por un silencio mortal. Calderón se dedicara a estudiar el sincronismo de las olas para ordenar aquel ¡Todo a estribor! La nave experimentó un bandazo superior a los cincuenta grados y temimos lo peor, pero gozaba de una estabilidad envidiable. El buque fue respondiendo poco a poco a las órdenes del timón y todos suspiramos cuando la marejada nos fue quedando por la popa.
-¡Mijito! ¿Tú crees que podamos salvarnos de ésta? Me preguntaba frecuentemente una ancianita gallega que iba de pasajera ese viaje. Siempre la misma pregunta mientras me dirigía a mis guardias, hasta un día.
-Mi vieja, no se preocupe, tenemos los botes salvavidas y las balsas inflables, los chalecos, ¿ya se los ha probado? Ella me respondía que sí, luego continuaba con mi penosa marcha hacia el puente. Pero me sobrecargó de preocupaciones un día con la misma pregunta, creo que se la hacía a todo el que se dirigiera al puente. -¡Mire, vieja! Trate de encomendarse a Dios, ya usted ha vivido bastante. El motor del bote de estribor no funciona, el de babor es de remos y de poco servirá en esta tragedia. Las balsas inflables están descontinuadas, y no le digo nada de esos chalecos de fibra. ¡Nada, mi vieja! Hay que rezar mucho, ¿usted cree en Dios? La pobre viejita no tuvo energías o voluntad para contestarme, vi como se dirigió con dificultad hasta su camarote, por suerte estaba a solo unos metros de la escala. Nunca más me salió al paso.
Creo que al segundo viaje o tercero, Calderón fue relevado por el Capitán Remigio Colla Prats. ¡Miren que casualidad! Creo que no le he dedicado unas líneas a este individuo, tomo nota y me prometo hacerlo muy pronto. Salimos de Italia, no recuerdo si del puerto de Piombino donde cargamos acero y completamos con autos Alfa Romeo. Fue en esa época donde los llamaron Alfa Castro, ¿se acuerdan? Nos sorprendió una terrible galerna en el Golfo de León, y una noche muy oscura, sin tener una idea exacta de la dirección del mar, Remigio me ordenaba poner todo el timón a una banda. En varias oportunidades cumplí su orden hasta el límite de tolerancia que solo el Capitán y Primer Oficial conocían, luego me ordenaban regresar a rumbo nuevamente. Pero yo fui relevado por un timonel sin experiencia y cuando le impartieron la orden el hombre la cumplió si medir consecuencias, ese día nacimos todos. Aquellos primeros viajes fueron traumáticos, nunca los he podido olvidar. Sin embargo, durante años posteriores, las experiencias fueron peores y las aceptaba con mucha más ecuanimidad, pero el miedo, ese escalofriante temor que se siente ante la proximidad de la muerte, ese, nunca abandona al hombre de mar aunque lo quieran pintar de valiente. Creo que aumenta en la medida que pasen los años, pero aún no les he hablado de olas monstruosas.
Recuerdo que durante un viaje de regreso de Japón y en demanda del Canal de Panamá, nos vimos obligados a navegar por una zona donde se habían formado tres ciclones. Si los efectos de esos fenómenos meteorológicos son temidos en tierra, no pueden imaginar el miedo que se siente a enfrentarlos en el mar. Detectar la dirección del ojo de un huracán exige buen dominio y conocimientos de meteorología. En el mar es un poco más difícil que en tierra, dependes de la dirección de las olas que en ese caso, no se corresponde exactamente con la posición del centro del meteoro y es muy variable por su movimiento. Si existen tendencias a confundir su dirección cuando nos encontramos en presencia de uno de esos fenómenos, ya pueden imaginar cómo rayos sería encontrarse en un área donde existían tres. Pero eso no es lo más importante, ya mencioné que muchos de nuestros capitanes habían ascendido a ese cargo de una manera fraudulenta. Todos los marinos expresaban que Cristo era marinero, y no solo eso, aseguraban que era cubano. Por lo menos a mí no me cabían dudas de tal afirmación, sobrevivimos a muchos naufragios por contar detrás del Capitán con magníficos Primeros Oficiales. Eso lo sabía perfectamente la dirección de la Empresa de Navegación Mambisa, quienes procuraban por todos los medios enrolar a un Primer Oficial competente con cualquiera de esos animales, sobre los cuales depositaban la vida de sus tripulantes, carga y buque.
Mencionarles cada una de las tempestades por las que atravesamos en diferentes buques durante veinticuatro años de vida en el mar, harían interminable este relato. Hubo huracanes con un diámetro superior a las quinientas millas en el Océano Pacifico y con una trayectoria paralela a nuestro rumbo que, nos torturó durante más de dos semanas, sus efectos fueron desastrosos para nosotros, pero causados por negligencia. Las averías producidas en el buque “Bahía de Cienfuegos” fueron cuantiosas, pero mi actitud se inclinó por proteger al contramaestre y enfocarlo todo en reclamaciones al seguro. Otro huracán inolvidable en mi carrera lo viví en el estrecho de Madagascar, se mantuvo paralelo a nosotros por más de una semana y a más de doscientas millas de distancia, pero la vida en el buque fue todo un martirio por los bandazos que produjo. No existió otra alternativa que dormir en el piso del camarote y calzado con cuanto tuvieras a mano.
Después de abandonar ese huracán y navegando en demanda de Sur África para darle la vuelta a ese continente. Navegación extenuante que se realizaba para evitar el Canal de Suez y enfrentamiento con acreedores con los cuales Cuba tenía fuertes deudas. No recuerdo exactamente si en la zona cercana al sudeste de Port Elizabeth, aparecen reflejada en las cartas náuticas la existencia de “Olas Monstruosas”. Me llamó enormemente la atención aquella información no común en otra región del planeta y se lo hice saber al Capitán del buque “Bahía de Cienfuegos” en aquel momento. Arquímedes Montalbán no escuchó mis opiniones y consejos reflejados en la carta náutica donde se expresaba claramente que, se recomendaba “navegar por aguas de sondas”, eso significa a profundidades capaces de ser registradas por el ecosonda. ¿Cómo puede interpretarse esa recomendación reflejada en la carta? Muy sencillo, mientras menor profundidad exista en el mar, menor será la altura de las olas que allí se produzcan. Pero Montalbán era sumamente pendejo e incompetente para interpretar de esa manera la información. Sin razón alguna que lo justificara, ordenó al Segundo Oficial la confección de una derrota a cientos de millas de la costa. Esa travesía comprendía el área de formación de aquellas misteriosas olas, ¿qué pudiera contarles, señores? Si ya vieron la película titulada “La Tormenta Perfecta”, no he encontrado nada que se ajuste tanto a aquella realidad. Claro que existen en el film muchos trucos utilizados en la cinematografía, pero no tienen espacio allí, donde navegamos en medio de olas de quince metros de altura. ¡Por favor! Si acaso vive en un edificio de cinco plantas, imagine que en las construcciones modernas no existen edificios cuyos pisos tengan tres metros de puntal, creo que deben agregarle un piso más. Esa es la única manera que tengo de mostrarle la altura de una de aquellas olas verdaderamente “monstruosas” por las que un día navegué por la impericia de un hombre.
Dicen por ahí que el hombre de mar es valiente, no lo dudo, pero esa valentía se encuentra atrapada en esa jaula de acero donde no existe otra alternativa. Cualquiera que se enfrente a una ola de esa magnitud y me diga que sintió miedo yo lo comprendería. Entiendo a todo aquel que una vez se acobardó o experimentó pánico ante una olita de tres o cuatro metros, pero hay que situarse en tiempo y espacio, no es lo mismo andar en una pequeña embarcación que navegar en un buque de mediano porte. Cuando se habla de este tipo de olas se hace referencia a pequeñas y violentas montañas de agua que pueden provocar el naufragio de un buque. La proa se eleva en busca del cielo y luego rompe violentamente en busca de las profundidades del mar, se pierde de la vista durante unos segundos interminables, luego se eleva y se despoja de toneladas de agua que el viento arrastra hasta el puente, un puente que se encuentra a más de cien metros de distancia y a una altura superior a los veinte. Choca contra los ventanales de ese puente y te devuelve la fe durante otros segundos más, se eleva desafiante para hundirse otra vez sin saber si puede regresar. Esa acción repetida durante varios días agota hasta extremos desconocidos, entonces, el valor y el miedo desaparecen para parir la indiferencia, una especie de resignación y hasta espera por un final, poco importa si es fatal, solo se desea que llegue de una vez y por todas.
Ese miedo y respeto al mar no se pierde por muchos años de experiencia. Creo, que en la medida que pase el tiempo se incrementa, decrece en la medida de tu ignorancia por todo lo que te rodea. Si hay una persona que no duerme durante todos esos trágicos momentos, ese es el Primer Oficial, solo él y algún Capitán curioso, sabe hasta dónde puede soportar un buque. No fueron pocas las noches en las que me levanté en medio de esas tormentas a revisar mis cálculos de estabilidad, no dudaba de mis cálculos, pero sentí mucho temor en equivocarme.
Luego de cuatro cojones bien sonados en el puente, pude convencer a Montalbán de entrar en aguas de sondas.

Esteban Casañas Lostal.
Montreal..Canadá.
2008-01-04