viernes, 18 de abril de 2008

MURILLO, EL TIBURON Y EL CHECO

MURILLO, EL TIBURON Y EL CHECO

Todavía en la década de los setenta, nuestros barcos transportaban una que otra vez a pasajeros con múltiples destinos desde Cuba y hacia nuestro país. Esto era debido a la escasa flota aérea que poseía Cubana de Aviación, se utilizaban camarotes dispuestos para ellos y en oportunidades el que tenía cada buque para uso exclusivo de su Armador. De esta transportación no escapaba ningún barco por muy pequeño que fuera, así un día, embarcaron en el puerto de Rótterdam una familia checa compuesta por el matrimonio, la hermosa hija de unos quince años llamada Eva y el pequeño varón de unos doce años llamado Vlado. En esos tiempos los barcos no poseían medios de entretenimiento, solo recuerdo que teníamos a bordo un proyector de películas de fabricación rusa y para un viaje de ida y vuelta, la empresa nos entregaba unos cuatro filmes, casi siempre con las cintas partidas por las partes más interesantes, o sea, donde aparecía alguna mujer desnuda. En ese tramo de película, la tripulación le pedía al que la proyectaba que parara y regresara la cinta de nuevo. Se repetía en tres o cuatro oportunidades hasta que el calor del foco la quemaba. Fuera de ese proyector, solo existía un pequeño radio en el salón de tripulantes que se oía muy mal en la medida que nos alejamos de tierra, no había muchas alternativas para matar el tiempo, la gente se dedicaba a jugar dominó y otros a narrar sus cuentos.
Todas las tardes y mientras el tiempo lo permitía, nos sentábamos en la popa del barquito “Habana”. Cada cual se acomodaba encima de las bitas, no había que caminar mucho porque quedaba justo detrás de la cocina. Una vez allí, disfrutábamos de animadas tertulias dadas por los más veteranos, aquellos que considerábamos verdaderos lobos de mar, donde nos narraban sus inagotables historias. Esta familiar sobremesa realizada en el exterior eran en sumo agradables y yo las consumía con mucho interés. Uno de sus principales protagonistas lo fue siempre el viejo electricista de apellido Murillo. Supongo que por la edad deba haber fallecido hace mucho, ¿pero que pasó ese viaje? Sucedió algo que al viejo no le gustó mucho, le salió en el camino
un competidor, pero le jodía mucho más que no fuera cubano. Porque para hacer cuentos, para eso, hay que buscar a un cubano, cuando nos inspiramos somos los mejores y no aceptamos competencia.
Aquel odiado rival de Murillo era el checo que viajaba de pasajero, el tipo hablaba español con mucha fluidez, era ingeniero en minas. Trabajaba desde hacía muchos años en Cuba, se la conocía al dedillo, la recorrió por mar, tierra y aire. En fin, el tipo se las sabía todas, pero cuando nos hablaba, sentíamos en sus palabras que se dirigía a un público integrado por indios. Hablaba cosas y temas muy interesantes, pero de verdad, aquello me molestaba y no digo como se encontraba el rostro de Murillo cuando el tipo le quitaba la palabra y no lo dejaba hablar más.
Todos los días se repetía la misma escena y nosotros haciendo muy bien el papel de de un público tonto e ignorante. Una tarde, el tema de la sobremesa fue de animales y el checo no ahorró palabras para destacarse como cazador de las selvas africanas. En uno de esos intermedios inoportunos para el checo, Murillo tomó la palabra y le comenzó a narrar esta historia.
- Bueno, la verdad es que nunca he cazado en África porque toda la vida he sido marinero, pero si supieras... Hizo una pausa y respiró profundamente, después se llevó su mocho de tabaco a la boca y aspiró sin resultados, no insistió. -¡Mira!, yo tengo mi casa pegada al mar, siempre he amado al mar y por supuesto, me gusta mucho la pesca... En esta otra pausa sus palabras chocaron con el rostro del checo, aquel se resignó a guardar silencio cuando le robaron el escenario. -¡Qué te cuento! Una de esas mañanas me tiro en mi pequeño bote, siempre lo tengo amarrado al patio de la casa, pues me lanzo pescar con la esperanza de agarrar algún bicho bueno para comer… Sacó su fosforera y encendió el mocho de tabaco, aspiró con fuerza y luego escupió por la borda… -Me pasé todo el cabrón día con los sedales tirados por todos lados, frustrado y cuando los iba a recoger para regresar a la casa. ¿Quién te dice que se me pega un tiburoncito? ¡Así de chiquitico!... Alzó la voz mientras indicaba con las manos abiertas su longitud, serían unos dos pies. El checo se mantuvo muy interesado en la continuación de la historia, aceptó comprenderlo con un leve movimiento de cabeza. Entonces Murillo, al recibir la señal de aprobación, continuó más emocionado viendo que su habitual público lo seguía con mucha atención. - Pues aquel tiburoncito me inspiró lástima y me dije... ¡Coño! De verdad que es un crimen matar a esta hermosa criatura... Volvió a repetir sus acostumbradas pausas, Murillo era un artista a la hora de manipular a su público, se hacía rogar con las miradas. -¿Qué hice?... Llené una bañadera que tenía tirada en el patio con agua salada y allí metí al hermoso animal. Entonces, paró de narrar como hacía normalmente para darle más interés al final del cuento. Nosotros, que conocíamos muy bien a Murillo, no nos atrevíamos a preguntarle nada por temor a que nos jodiera con unas de sus salidas, pero el checo cayó en la trampa.
-¿Y cómo hacías para mantenerlo vivo? Le preguntó sin ocultar su asombro.
- Muy fácil, todos los días le echaba un poco de agua fresca. Respondió Murillo con mucha ecuanimidad y se detuvo para acorralar a su presa.
-Pero eso es una esclavitud, en el agua salada se consume más rápido el oxígeno. Intervino nuevamente el checo y la desconfianza reinó en toda la popa en espera de un desenlace para el que nosotros los cubanos estábamos preparados.
-Tienes razón, yo le cambiaba el agua con mucha frecuencia hasta que un día me cansé de hacerlo.
-¿Y qué hiciste? Preguntó el checo rabiando de curiosidad.
-Pues a partir de ese momento comencé a quitarle agua. Se llevó el mocho de tabaco nuevamente a la boca y repitió su familiar escupitajo por la borda.
-El animalito tiene que haberse muerto. Dijo el checo sin poder contener la sorpresa.
-¡Pues no, fíjate que no! El tipo se fue acostumbrando y así llegó el día en que lo dejé sin agua, hoy lo tengo amarrado en el patio y hasta ladra. El checo al oír aquello se puso muy rojo y pensé por un instante que le iba a dar un infarto.
-¡Váyase al carajo, comemierda! Aquella noche fue la última que participó en la sobremesa de los indios y Murillo siguió deleitándonos con sus cuentos, como siempre hizo y aceptábamos, cargadas de mentiras divertidas.


Esteban Casañas Lostal
Montreal.. Canadá
2000-02-05

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