viernes, 18 de abril de 2008

EL COJO

No sé allá por donde ustedes viven, pero en Cuba los cojos son terribles, claro que existen excepciones, yo no los conozco. Nadie sabe por qué son así de amargados, porque hablando en plata, la razón no radica en haber nacido con ese impedimento o sufrido alguna enfermedad que los limitara en sus movimientos. El mismo Francisquito, mientras caminaba bien era un tipo contento y jodedor, pero después, ¡ay Dios mío! Sufrió un accidente a bordo de un barco y la gente no lo conocía. Estuvo trabajando en las oficinas de la empresa y dicen quienes lo conocieron, se había vuelto tremendo hijoputa. Parece que los sentimientos los llevamos en las piernas, bueno, pero en su caso no había perdido ninguna, solo renqueaba, no lo imagino con una pata de palo. Andaba con mucha escora y sus bandazos eran a babor.
Valdespino fue uno de aquellos subordinados con dificultades motoras, navegamos juntos en el Jiguaní, algo conflictivo cuando se tomaba dos tragos. Su afición por la bebida lo condujo a la muerte, la encontró después de una borrachera con alcohol metílico. Tiempos duros aquellos de la ley seca, donde la gente desea andar mojado y contento, tuvimos varios mártires por esa misma causa.
¡Regino, cará! Ya lo mencioné por algún lado. ¡Qué cojo más hijo de puta! Ni porque le salvé la vida en el buque Aracelio Iglesias, es para orinarse con estos recuerdos. Mayor Guerrero lo tenía colgado del palo mayor en una guindola personal, el contramaestre le había agarrado mala voluntad desde aquel día que se robaron una guagua en el pueblecito del central Amancio Rodríguez. Cosas por las que dan las borracheras y si salen bien son muy divertidas. El guardia llamó enseguida a la policía, no digo yo, cualquiera se puede robar una gallina sin problemas, pero una guagua es bastante grande. A mitad de camino para el puerto de Guayabal los interceptaron, ellos eran solamente tres, Juan Corales, Mayor Guerrero y el cojo Regino. Los dos primeros sufrían aquellos traumas post combates, fueron combatientes de las guerrillas de Castro. Cada borrachera se detenía ante cualquier pasaje de aquellas aventuras juveniles, nunca pudieron avanzar más allá de aquellos viejos recuerdos. Regino no, nunca le tiró un hollejo de naranja a un chino, era bastante pendejo.
Juan y Mayor se bajaron de aquel autobús abriéndose paso a trompadas limpias, muchas de ellas daban en el aire y las de sus oponentes eran recibidas en sus caras. Dicen que se pusieron a gritar consignas y contraseñas que usaron cuando la guerra, pero de nada les sirvió, aquellos guajiros policías no entendían. Mientras más alto gritaban, así de violentos eran los golpes. Mira a estos pendejos habaneros venir a robarse la guagua, la única guagua que hay en este pueblo. Decían mientras desahogaban su odio por la gente de la capital, pero estaban equivocados, Juan y Mayor eran guajiros también, se diferenciaban en la forma de vestir, tenían trapos importados del extranjero. Puede que haya sido otras de las razones para tanto ensañamiento, la envidia en aquellos puntos de la isla era ilimitada. ¿Y Ragino? ¡Ná! El muy maricón se quedó encima de la guagua y cuando bajó, luego que sus compañeros fueran neutralizados en aquella batalla, lo hizo con las manos en alto.
-¡Vas a ver, pendejo! ¡Vas a cagar pelos durante este viaje! Le decía amenazante Mayor mientras un hilillo de sangre bajaba desde la comisura de sus labios y era introducido dentro del carro patrullero con las manos esposadas.
-Yo se lo voy a comunicar al Comandante Almeijeiras, van a ver como se cagan. Les decía Juan a los policías y ellos se reían, ese Comandante invocado había muerto desde hacía un millón de años. Aquella salida del buque fue demorada varias horas mientras se negociaba la liberación de nuestros héroes.
-¡Coño, Mayor! Baja a ese cojo de la guindola, se va a descojonar. Le dije al percatarme que el jorobado andaba colgado.
-¡Coño, Chief! Si eso es lo que estoy buscando desde que salimos, que se acabe de descojonar este chivato de mierda. Me respondió tranquilo con aquella voz entre fañosa
y rasgada con su carga etílica, poco importaba que fueran las diez de la mañana.
-¡Bájalo, bájalo! Me vas a buscar un problema si ese pendejo se cae del palo.
-¡Te vas a arrepentir, te vas a arrepentir! Es mejor que se caiga y la humanidad se libra de esa mierda. Insistió nuevamente.
Mayor tuvo razón, años después me encontré con este hermanito de Lagardere en el buque Otto Parellada y allí tuve deseos de matarlo. Estuvo enrolado de pañolero y secretario del sindicato, durante una de las reuniones con la tripulación, alguien detuvo mi puño a escasos centímetros de su rostro. De golpearlo en aquel momento, la gente lo hubiera aplaudido y marcharía sin cargos de conciencia a pesar de conocer perfectamente sus desventajas físicas.
En uno de los últimos barcos que navegué, tuve también el desagrado de encontrarme con otro cojo. De este cabrón no recuerdo el nombre y el muy sin vergüenza ocupaba la plaza de pañolero. Aún recuerdo los dolores de cabeza que me produjo estando cargando fertilizante a granel en el puerto de Wismark, antigua RDA.
-Vamos a hacer como si fueras bodeguero. Me dijo el incompetente Montalbán.
-¿Qué carajo quiere usted decir con eso? Le pregunté bastante encabronado.
-¡Nada! Yo tú, mando a arrancar la estera, la paro, y así voy cargando el barco, poco a poco. Me respondió y no pude dejar de asombrarme con su estúpida proposición.
-¡Mire, Montalbán! Salga inmediatamente de mi camarote y váyase a la mierda. Yo soy un oficial de la marina mercante, no un bodeguero como usted. Por suerte el hombre giró inmediatamente sobre sus talones y se retiró. Desconocía entre otras cosas que cuando se daba esa orden de parar, cien toneladas del producto se encontraban en el camino y debían ser aceptadas. Nos encontrábamos en la fase final de carga y de acuerdo al resto que nos faltaba por embarcar, el buque terminaría emproado y pasado de calados a proa. Toqué la puerta del camarote del pañolero y le pedí que tomara la cinta para sondear los tanques de lastre, yo lo acompañé.
-¡Coño de tu madre! ¿No me estabas dando cero en la sonda del peak de proa todos estos días? El hombre comenzó a temblar.
-Pero mire Primero, yo no sé si lo volvieron a lastrar anoche.
-Anoche, pedazo de hijoputa. Llevas más de una semana sin tomar sondas a los tanques, en cuanto llegues a La Habana te vas de este barco inmediatamente. Deslastrado aquel tanque el buque pudo finalizar su carga de acuerdo a los cálculos realizados, pero aquella experiencia me sirvió para reafirmar aún más la desconfianza durante mi permanencia en ese cargo. Gracias a Dios, escapé de una prisión segura ese mismo viaje y en oportunidad de entrar al puerto de Nuevitas. Una parte del canal frente a la islita Ballenato, era de calado limitado y no quise correr el riesgo de aprobar la entrada del buque sin antes realizar una visual observación de los calados de popa. Tiré una escala de gato y bajé por ella sobre la marcha.
-Práctico, fondea el buque hasta que logremos ponerlo en calados. Le dije por el walkie-talkie, no regresé al puente. Me llevé al cojo nuevamente a tomar otras sondas y le pedí al Jefe de Máquinas que mandara a su ayudante para sondear los tanques de combustible. El barco estaba pasado más de un metro en su calado de popa y de pasar por el Ballenato hubiéramos perdido el timón y la propela posiblemente, el fondo es rocoso en esa área. Resumen, habían realizado trasiegos de combustibles sin informar al puente y deslastrado tanques sin ser solicitado, las sondas del cojo volvieron a resultar falsas. Ya habíamos arribado a la isla y solo le quedaban horas a bordo.
Cuando el barco entraba por puertos del interior, muchas de las esposas de los tripulantes permanecían a bordo. La mujer del cojo estaba allí y no podía expulsarlo mientras no enrolaban su relevo, era conocida por muchos tripulantes que habían navegado con él en otros barcos. Era una mulata que rondaba los cuarenta años, todavía con esa edad, aquella mujer conservaba un cuerpo envidiable por muchas jóvenes. Apetitosa para cualquier hombre que acaba de vencer una travesía algo extensa, se notaba a la legua que ella había tenido sus quince. En varios momentos nos cruzamos en nuestro camino y me hice el bobo ante sus miradas provocativas, porque esa veta de puta se le descubría a varias millas de distancia.
Una noche muy tarde, yo tenía la norma de realizar un breve recorrido por el barco antes de irme a la cama, sobretodo cuando nos encontrábamos atracados en puertos cubanos. Esa noche, andando por esos pasillos donde vivían los tripulantes, siento una conversación que me resultó en extremo bastante extraña entre dos marineros.
- ¿Lo amarraste? Preguntó uno de ellos en medio de su delatora borrachera, pero sin poder ocultar un poco de preocupación.
- Si compadre ya te dije que lo amarré a la cama. Respondió su compañero, ambas voces me resultaban familiares, me mantuve oculto en una de las esquinas de aquel pasillo.
- Bueno, ¿pero cómo lo dejaste acostado? Insistió el primero con un poco de nerviosismo.
- Coño compadre, no me jodas ahora con tantas preguntas, lo dejé acostado bocarriba, con las patas y las manos amarradas a cada lado de la cama.
-¡Qué va compay! Dale una vuelta, ponlo de lado, hasta que no hagas eso no le metemos caña al asunto.
-Chico, y ahora, ese numerito ¿por qué?
-¡Cojones!, porque si al cojo en medio de la borrachera le viene un vómito se puede ahogar.
-¡No jodas compadre!, eso solo le pasa a los niños.
- Sí, pero le puede pasar también a este cojo hijo de puta, así que desamárralo y dale la vuelta, de lo contrario el asunto no camina. Cuando aquel terminó de decir eso, salí de mi escondite algo preocupado y les pregunté que se proponían. Ambos se pusieron muy nerviosos, pero al fin no les quedó otra alternativa que confesármelo todo.
El cabecilla del asunto había navegado con el cojo en otro barco y ahora estaba repitiendo lo mismo que tenía acostumbrado hacer con él. Primero lo emborrachaban hasta el tope y después que lo dejaban bien amarrado, partían a templarse a la mujer del cojo. Me contó que en oportunidades, la mulata se pasaba hasta cuatro tripulantes en una noche. Fui hasta el camarote donde tenían amarrado a la víctima, y me quedé allí hasta que lo colocaron de lado como había sugerido el más experto. Después de eso, los vi entrar en el camarote donde su presa los estaría esperando y yo me marché a dormir tranquilo. Creo que era una buena manera de vengarme de aquel hijoputa, porque además, el muy cabrón era delator de sus compañeros. Al siguiente día, todos se sentaban muy felices a desayunar en la misma mesa, la mulata, sus dos amantes y el cojo. Nada, cosas increíbles que se viven en ese mundo extraordinario del hombre de mar cubano, bueno, se vivían en aquellos tiempos, esta gente deben ser fantasmas.


Esteban Casañas Lostal.
Montreal..Canadá.
2008-01-11

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